
Pero fue después del Concilio de Trento cuando de forma totalmente deliberada se emplearon todos los medios posibles para estimular la fe. Esa vocación de adoctrinamiento escenográfico es el origen de nuestro barroco católico y, en ese contexto, Gregorio Fernández atenderá con maestría la gran demanda de una clientela necesitada de sus impactantes tallas para llegar al corazón del fiel. Fernández consigue un realismo extremo que será la característica principal de la Escuela escultórica castellana, paradójicamente mucho más dramática que la andaluza. La habilidad de Fernández con la gubia es impecable, los pliegues de los paños son exagerados y resuelve con ingenio los detalles para resucitar en madera a Jesucristo: resina para las lágrimas, marfil para los dientes, ojos de cristal y corcho en las heridas. Su ansia de perfección es tal que incluso llega a plasmar el velo del paladar y los genitales, aunque estos se cubran con un bellísimo paño de pureza. Es imposible no sobrecogerse ante este Cristo que resume con acierto la Semana Santa española, compuesta a partes iguales de arte y religión: sangre y madera.
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