viernes, 8 de junio de 2012

Cristo Yaciente (Gregorio Fernandez)

Uno de los secretos del triunfo ecuménico del cristianismo fue que, durante los primeros siglos, no renegó, salvo contadas excepciones, de la representación de imágenes. Se trataba, por tanto, de una religión icónica. De este modo, no sólo tenías la posibilidad de gozar de la vida eterna en el otro mundo sino que, en la penosa existencia presente, disponías de esculturas o pinturas con escenas de los Testamentos que te acompañaban en el camino. El catolicismo, pese a su aparente inmaterialidad, dispone de unos ritos muy tangibles y se ha valido de las diferentes ramas del arte para acercarnos a Dios. El incienso de las iglesias, por ejemplo, nos ubica en un espacio de culto a través de nuestro olfato y cuando Allegri compuso su Miserere construyó una barca sonora que nos lleva en sucesivas oleadas melódicas al lado de Jesucristo.
Pero fue después del Concilio de Trento cuando de forma totalmente deliberada se emplearon todos los medios posibles para estimular la fe. Esa vocación de adoctrinamiento escenográfico es el origen de nuestro barroco católico y, en ese contexto, Gregorio Fernández atenderá con maestría la gran demanda de una clientela necesitada de sus impactantes tallas para llegar al corazón del fiel. Fernández consigue un realismo extremo que será la característica principal de la Escuela escultórica castellana, paradójicamente mucho más dramática que la andaluza. La habilidad de Fernández con la gubia es impecable, los pliegues de los paños son exagerados y resuelve con ingenio los detalles para resucitar en madera a Jesucristo: resina para las lágrimas, marfil para los dientes, ojos de cristal y corcho en las heridas. Su ansia de perfección es tal que incluso llega a plasmar el velo del paladar y los genitales, aunque estos se cubran con un bellísimo paño de pureza. Es imposible no sobrecogerse ante este Cristo que resume con acierto la Semana Santa española, compuesta a partes iguales de arte y religión: sangre y madera.

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